Rasguñada por el frío, Mariela estaba detenida en el andén y a la espera del aviso desgarrador del tren.
Ese día se iría por última vez de su casa. Tantas veces lo había hecho por diligencias, compras, estudios o diversión. Pero esta vez sabía a dónde ir. Había alquilado un apartamento en pleno centro, a más de una hora de su casa, o más bien de su antigua casa.
Seguía petrificada ante el pulso involuntario de su cuerpo que provocaba un sutil, efímero y repetitivo movimiento de sus pies. Eran las diez y veinte de la mañana, su tren estaba por llegar.
Mariela no sabía por qué estaba detenida. Ni siquiera estaba atada a la imagen de su abuela que la despidió con nostalgia desde el balcón de su casa. Simplemente estaba detenida en la espera.
Oyó la señal metálica y sintió los pasos ajenos y friolentos que se acercaban al borde del andén. Se reincorporó, tomó su bulto, metió las manos en el bolsillo de su abrigo y las apretó fuerte contra su cuerpo.
Y así fue como la invadieron pensamientos ordinarios de trabajo, de labores rutinarias, de las cajas que había empacado y la esperaban para ser vaciadas. Pensaba en la nevera vacía, en los colmados cerca de su nuevo apartamento y la cabina de teléfono que estaba a una cuadra de su hogar. No quedaba más que montarse en el tren y seguir.