Sobrevivimos el huracán María, vivimos un terremoto con su enjambre de temblores y botamos a un gobernador. Ahora con el coronavirus y el aislamiento preventivo, nuevamente nos convocamos a ser resilientes, a emprender, a ser creativos y a seguir. Ya pronto los tecno-optimistas y gestores del sí-se-puedismo nos invitarán a reinventarnos. Nos animarán a aprovechar la tecnología, a hacer más con menos y a seguir pa’lante porque somos resilientes, hemos vivido lo peor y seguiremos levantándonos.
Con las escuelas cerradas, las familias tienen a su cargo la educación escolar de sus hijos. Esto se suma a todo lo demás: desinfectar superficies, hacer trabajo remoto, abastecerse de comida y medicina, y ¡mantener la cordura! Reciben planes de estudio, proyectos y asignaciones muy ambiciosas como parte de un régimen diario diseñado para mantener la ilusión de la rutina.
La escuela de mi hijo nos envió una colección de distintas tareas. Al concluir estas dos semanas de aislamiento y toque de queda, tenemos que entregar a la escuela un registro firmado de todo el trabajo completado. Al ver el registro, no pude evitar preguntarme: ¿habremos terminando el aislamiento preventivo para esa fecha?
Eché mi pregunta a un lado y pasé el día de ayer preparando el plan de estudio y el itinerario de mi hijo. Pero así como le puse mucha dedicación, tengo que reconocer que fue una labor de optimismo compulsivo. No tengo idea de cómo será la próxima semana, y mucho menos de si tendré el ánimo de continuar la rutina. Mientras más nos adentramos en la llamada “nueva realidad”, más tiempo paso haciendo cosas que disfruto y necesito. Y este es mi privilegio.
Tengo cierta seguridad de trabajo e ingreso. Sé que puedo sostener la nueva realidad por ahora, pero hay mucha gente que no tiene seguridad. Si no trabaja, si no se presenta físicamente a trabajar, no tiene ingreso. También tengo los recursos para trabajar desde casa y darle a mi hijo acceso a material educativo para mantenerse al día con la escuela. No todos los hogares tienen computadora ni internet para realizar tareas escolares y mantenerse al día con el currículum.
Esta compulsión de echar hacia adelante me recuerda la vez que volví a San Juan después de pasar el huracán María en Cayey. Ese viaje lo di con mi familia. Habíamos pasado cuatro días aislados en el barrio de Culebra Bajo, luego de vivir el huracán ocho horas encerrados los cuatro en un walk-in closet. En ese viaje vimos la destrucción que en una noche nos había arrojado en un planeta distinto. Vimos las casas arrasadas. Vimos las filas para buscar agua, gasolina y comida. Vimos a las personas deambulando en la autopista, mendigando por un poco de señal de celular. Íbamos en silencio, de luto.
El contraste en San Juan fue violento. Las calles repletas de transeúntes caminando con propósito, los restaurantes abiertos llenos a capacidad, las personas tomándose selfies y viendo Facebook en sus celulares. Era como si todos estuvieran infectados por la negación y un deseo arrollador de continuar la vida como siempre. Regresamos ese mismo día a Cayey. Dejé mi apartamento de Santurce con generador eléctrico y agua para guardarnos en el campo, como tratando de llegar a una dimensión donde nos podíamos proteger de la insistencia de la ciudad de seguir produciendo y haciendo, donde el tiempo era marcado por la luz del sol, las tareas completadas, las visitas de los vecinos y el rompecabezas en la mesa. Nuestro instinto nos llamaba a parar y a juntarnos.
Tal vez hay algo en nuestro instinto de sobrevivencia que nos empuja a seguir sin importar cómo. La vida sigue, pero la vida es muchas cosas, muchas formas (y especies) de vida, muchas condiciones de vida, muchas maneras de vivir. ¿Cuál es la vida que queremos que siga?
La pandemia del coronavirus nos aterra porque hemos sido testigos del desmantelamiento de los servicios de salud a nivel mundial y el aumento dramático de la precariedad. Hemos endosado todas las medidas para aumentar el capital y la productividad a costas de la seguridad y el bienestar de la humanidad y el planeta. Tuvimos que aceptar que vivir bien no está al alcance del trabajo. Después de todo, la vida sigue y el capital es una forma de vida (una especie invasiva, si me preguntas a mí). Luego vino el desamparo y la desolación con María. Vivimos la mentira asesina del gobierno. Vimos en nuestros celulares cómo la protección de la colonia se esfumaba entre rollos de papel toalla y tuits insultantes del presidente de EEUU.
Tenemos buen espíritu para afrontar cualquier cosa. Pero resulta que “cualquier cosa” es constante porque entre lo impredecible de los desastres naturales permanece un sistema económico y político que ha desangrado nuestra habilidad de cuidarnos.
En los peores momentos, juntarnos, hablarnos y abrazarnos han sido formas de reponernos y apoyarnos. En cuarentena y distanciamiento social por el coronavirus, hemos quedado desprovistos de esas herramientas. Hoy vi a mi madre. Nos encontramos frente a su edificio para entregarle unas cosas que le había comprado: alcohol, papel toalla y medicina. Mantuvimos distancia. Nos miramos a los ojos, nos saludamos de lejos y compartimos palabras amorosas. Al otro lado de la calle estaba la entrada al complejo de casas donde está mi hijo con su padre. Esta semana le toca quedarse con su padre. A pesar de que lo hemos manejado de la mejor manera posible, no hay un protocolo para custodia compartida en tiempos de pandemia y toque de queda. El internet ayuda a hablarnos, a contarnos lo que estamos viviendo. Es la única manera que tenemos de estar presente todos en familia. Por eso tampoco me interesa ya ocupar mi tiempo de internet con trabajo y estudio.
Aceptemos lo antes posible que pronto muchos entrarán en una pésima situación económica. Especulemos que tal vez los estudiantes perderán el año académico o tendrán que ir a la escuela en el verano. Peor aún, anticipemos que se enfermarán conocidos y seres queridos. Desde ya, tenemos que prepararnos para bregar con lo que viene.
Nos toca afrontar el hoyo, mirar al vacío y reconocer que esto es otra cosa ¿Qué sensación se despierta en uno cuando miramos al vacío? ¿A quiénes echamos de menos? ¿A dónde quisiéramos ir ahora que no podemos ir a ninguna parte? Alucinemos con nuevas formas de hacer y existir en el planeta, porque lo que hemos construido se está deshaciendo, nos ha hecho la vida imposible y nos está matando.
No tenemos coordenadas para esta travesía. Me niego a pasar el viaje diseñando estrategias para reinventarme y mantenerme al día con el trabajo y la escuela. Ahora tenemos cosas más importantes que hacer, pensar y sentir. Parar está bien, ignoremos por un momento la compulsión de seguir. Ya luego vamos a estar ocupados con muchos desafíos.